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La Casa de oro.
La peregrinación del pueblo israelita, de Egipto a Israel, en medio del desierto de Sinaí, hace unos 3.500 años.
Allí, entre muchísimas tiendas, y aunque no era un lugar para acampar, estaba esa Casa de oro.
Había miles de tiendas de colores apagados. Eran las tiendas grisáceas y negras de un pueblo nómada que viajaba por el desierto.
No era un pueblo pequeño, ni una tribu, sino un pueblo de doce tribus, compuesto por varios millones de
hombres.
Cada vez que reemprendían el viaje, se hacía un desfile inmenso: hombres, mujeres, niños, junto con todo su ganado.
Cuando armaban sus tiendas formaban un campamento enorme.
La superficie que ocupaban siempre era un cuadrado perfecto: tres tribus al este, tres al sur, tres al oeste y tres al norte.
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En el centro del campamento estaba ubicada esa casa, la Casa de oro; de oro y cortinas. Esa era la casa de DIOS.
Lo cierto es que había un inmenso contraste entre las tiendas negras y esa bonita casa, de la misma forma que entre esa gente y Dios.
Pero, ¿Qué había en esas tiendas? Cada familia tenía sus propias preocupaciones y tristezas, también sus dificultades y miserias.
¡Si pudiéramos haber mirado y escuchado a través de esas tiendas! ¡Si hubiéramos podido mirar en cada corazón! ¿Qué habríamos visto? Exactamente lo mismo que vemos en nuestro propio corazón: egoísmo, ambición, pensamientos impuros, aversión contra alguien, y a veces odio.
El cielo en la tierra (casa-de-oro.png) ¿Qué hacía entonces aquella Casa de oro, la casa de Dios, entre esa gente? ¿Por qué se interesaba Dios por esa gente? ¿Por qué no los abandonaba? ¿Por qué no se quedaba en el cielo? Dios descendió del cielo. Él mandó construir esa Casa de oro en la tierra, porque Dios.
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