Un mensaje bíblico. PARA TODOS
Una vida dedicada al Señor |
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“A sí mismos se dieron primeramente al Señor” (2 Corintios 8:5). Dar no es algo que siempre hacemos de buena gana, porque significa una pérdida para nuestro «yo». Ciertamente, no estamos dispuestos a dar nuestra vida. Más bien nos hallamos entre los que desean tomar o recibir. Si renunciamos a algo, ¡debe valer la pena! Se dice que «lo que de uno sale, a uno vuelve». Esta actitud se manifiesta en la vida económica, política, y es común en toda la sociedad en general. ¿Dar para disfrutar? En el Antiguo Testamento encontramos este principio en la relación entre Dios y los hombres. “Pues todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos” (1 Crónicas 29:14). Para los judíos, esto significaba: «Yo doy porque tú me das». Dios había hecho esta promesa condicional: “Vendrán sobre ti todas estas bendiciones, y te alcanzarán, si oyeres la voz del Señor tu Dios” (Deuteronomio 28:2). Los judíos sabían que Dios los bendeciría si le servían fiel y obedientemente. Podían contar con él mejor que con los hombres, quienes suelen engañar o aprovecharse de los demás. Aún hoy tenemos la tendencia a actuar según estos principios: «Yo doy porque tú me das». Me comporto correctamente porque sé que así Dios me bendecirá». También conocemos esta promesa: “Cualquiera cosa que pidiéremos la recibiremos de él, porque guardamos sus mandamientos, y hacemos las cosas que son agradables delante de él” (1 Juan 3:22). Por ejemplo, Dios da si guardamos Sus mandamientos. Si hacemos lo que le agrada, él responde a nuestras oraciones. Pero esa no es la única razón. Nuestra relación con Dios no está basada en la ley, de manera que Su gracia no depende de nuestra obediencia. Su gracia permanece, aunque hayamos fracasado en nuestra conducta. “Yo no os la doy (la paz) como el mundo la da” (Juan 14:27). Saber que Dios me oye y me bendice, ¿es lo único que me motiva a vivir para él? Dar por agradecimiento Doy mi vida a Dios, pero ¿por qué razón? ¿Para qué lo hago? ¿Qué me motiva a dedicar mi vida a Dios? Él me ha adoptado como su hijo, por eso lo amo, le obedezco, le agradezco, le soy fiel y lo adoro. Doy mi vida al Señor por lo que él hizo por mí. Esto es lo que él desea y espera de nosotros: “El que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 10:39). Respecto a esto no solo debo pensar en los mártires que dieron su vida por Dios, sino en que Jesucristo es el “Señor” de mi vida. Debo permitir que él me dirija tanto en las pequeñas como en las grandes decisiones. Si le dejo actuar, mi vida le pertenece realmente. Mi vida debe ser una vida dedicada al Señor. En la segunda carta a los Corintios leemos que los creyentes de Macedonia “se dieron primeramente al Señor” (cap. 8:5), no dieron simplemente parte de sus recursos o de su tiempo. Aun antes de comenzar un servicio, es decir, de reunir una ofrenda de amor para sus hermanos en la fe, “a sí mismos se dieron primeramente al Señor”. Si en la práctica dedico mi vida a Dios, los demás lo notarán, porque ellos también recibirán parte de mi vida; yo también les daré algo de ella. ¿Por qué? No será para recompensarles por su buen comportamiento, ni para «invertir» en nuestras relaciones, con la esperanza de que algún día produzca sus frutos. Será simplemente porque Dios me ha dado mucho y quiero transmitir lo que he recibido del Señor, por ejemplo, el perdón: “De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros” (Colosenses 3:13; comp. con 1 Juan 3:16). “Más bienaventurado es dar que recibir” (Hechos 20:35). Entonces, para mí se aplica este principio: «¡Yo doy porque Dios me ha dado!». Y él me ha dado abundantemente. No escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros (Romanos 8:32); además somos bendecidos “con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo” (Efesios 1:3). Estos textos hablan de la bendición que cada creyente ha recibido. Dios nos ha elegido, nos ha predestinado para adoptarnos, nos ha hecho agradables, nos ha redimido y nos ha perdonado (Romanos 8:30). Sobre esta base ofrezco mi vida a Dios. Pablo escribió: “Ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí; y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí” (Gálatas 2:20). Él dio su preciosa vida por mí. ¡Mi vida le pertenece! “Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:1-2). Una vida para Dios, solo para él, así deseo que sea la mía.T. Attendorn, adaptado Señor, tú que te ofreciste en sacrificio por nosotros, Llénanos de fervor para poner a tu servicio Nuestros días, nuestras posesiones, nuestros cuerpos, nuestros corazones. Concédenos caminar, a pesar de nuestra debilidad, Bajo tu sombra y siguiendo tus pasos. Y que por ti, sin cesar, Seamos todos más que vencedores. |
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¿Somos malos de nacimiento?
Hoy la mayoría de la gente todavía tiene claro que el ser humano peca. Vemos tantos errores en nosotros mismos y en los demás que casi no se puede discutir el hecho de que el hombre peca. Pero el que cree en la Biblia como la Palabra de Dios sabe de dónde viene el pecado. Adán y Eva fueron los primeros en pecar, cuando comieron el fruto del árbol que Dios claramente les había prohibido (Génesis 3:1-7).
Ahora bien, a veces se oye decir: «Si es verdad que el hombre es malo de nacimiento, que nació pecador como Caín, el primer hijo de Adán y Eva, entonces uno está inevitablemente expuesto al juicio de Dios solo por ser pecador». ¿Es así? La Palabra de Dios, no pensamientos humanos
Veamos qué dice realmente la Biblia. El apóstol Pablo escribió: “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). Pablo demuestra claramente que el primer ser humano, es decir, Adán, pecó. De este modo el pecado entró en el mundo, y como consecuencia la muerte, pues Dios había dicho a Adán: “Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Génesis 2:17) El pecado conduce a la muerte a cada ser humano
Todo lo que Dios creó, incluido el hombre, era “bueno en gran manera” (Génesis 1:31), y si Adán y Eva no hubiesen pecado, no habrían muerto. Por la desobediencia de Adán, por su pecado, esto cambió, pues trajo la muerte a todos los hombres: “Por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores” (Romanos 5:19). Como todos los hombres pecaron, la muerte pasó a todos los hombres (Romanos 5:12). Este es el punto clave: el hecho de que hasta ahora todo el mundo muere demuestra que cada ser humano tiene pecado. ¿Cómo ha sucedido esto? A causa del origen, por el nacimiento. En el evangelio según Juan el apóstol demuestra que la naturaleza pecaminosa se hereda por medio del nacimiento biológico; en cambio, no se puede ser hijo de Dios por parentesco, esfuerzo o energía humana (Juan 1:13; 3:6).
Entonces, como consecuencia de esta naturaleza pecaminosa, cada ser humano pecó y peca; de este modo el pecado pasó a todos los hombres, “por cuanto todos pecaron” (Romanos 5:12). El Señor Jesús también lo confirma indirectamente al decir: “El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida” (Juan 5:24). Es decir, el que no cree en el Señor Jesús todavía sigue en el ámbito de la muerte, del pecado, en el que todos nacemos. Pecadores desde nacimiento
El pecado está en nosotros desde nuestro nacimiento: “He aquí, en maldad he sido formado, y en pecado me concibió mi madre” (Salmo 51:5); como tal estamos condenados a la muerte (Efesios 2:1-2). Desde que nacemos somos pecadores, porque tenemos la naturaleza pecaminosa (compárese Gálatas 2:15; Efesios 2:3), heredada de Adán. Esto lo dice Dios, por eso lo creemos.
¿Somos responsables por tener una naturaleza pecaminosa? Pero alguien puede decir: «No es mi culpa que desde mi nacimiento tenga una naturaleza pecaminosa». Es verdad, y por eso no se condena a nadie por el hecho de tener una naturaleza pecaminosa. “Fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras” (Apocalipsis 20:12). El juicio de los incrédulos es sobre sus hechos, no sobre su naturaleza.
El ser humano no puede echar la culpa de sus pecados a nadie. Él es responsable de sus actos, y cuando peca, él es quien comete el pecado, no Adán, ni Eva ni sus padres. Pero Dios no castiga al hombre por tener una naturaleza pecaminosa, sino por pecar, por permitir que ella actúe en su vida, de la cual es responsable. El que peca es el hombre, no una
naturaleza cualquiera.
Pero, ¡alabado sea el Señor! Él dio una salida a este estado miserable, como lo vemos en Juan 5:24. El que cree en el Señor Jesús, el que escucha Su Palabra y la acepta, es salvo y no vendrá a juicio, sino que ha pasado de muerte a vida. Jesucristo es el Salvador, ya que fue a la cruz y tomó sobre
sí mismo, como sustituto mío, el castigo por mi pecado. Así, por la fe en él, tengo una vida nueva, una vida eterna de parte de Dios. Esta vida es divina y no tiene otro deseo que el de glorificar a Dios. La muerte de Cristo en la cruz soluciona los pecados y la mala naturaleza. ¡Existe el pecado original!
Para concluir, una vez más afirmamos que el «pecado original» existe. Es decir, somos pecadores por herencia paterna, en nosotros hay una naturaleza pecaminosa. No lo podemos remediar…
Pero Dios no solo nos perdona los pecados, sino que también dio una solución para la vieja naturaleza, pecadora y mala. Dios no puede perdonarla. Debe condenarla. Y esto lo hizo cuando el Señor Jesús murió en la cruz. Cuando el Dios santo condenó a Cristo, también condenó en él la vieja naturaleza de todos los que creerían en él (Romanos 8:3). Cuando el
Señor Jesús murió en la cruz, para Dios también murió con él nuestra mala naturaleza; por eso el apóstol Pablo pudo escribir: “Si morimos con Cristo…” (Romanos 6:8), y: “Los que hemos muerto al pecado” (Romanos 6:2). Hemos muerto con Cristo, por lo tanto hemos sido justificados del pecado (Romanos 6:7); de esta manera ya no hay más condenación para nosotros, pues por medio de Jesucristo estamos a salvo de todo juicio de Dios. Esto es para todos los que hayan aceptado a Jesucristo como su Salvador.
M. Seibel (texto abreviado)
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“El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida”. Juan 5:24
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